domingo, 23 de febrero de 2020

Volver atrás.


(Que conste en acta que cada una de las próximas palabras y sentimientos en consecuencia se han experimentado y llevado a cabo sin ningún tipo de voluntariedad.)

Todo parecía ocurrir según lo previsto, los días se sucedían sin más, pesando como sacos de piedras colocadas minuciosamente con el fin de aumentar el dolor causado. Mentiría si dijera que se llevaba mal, pues había una especie de halo sanador que camuflaba cualquier sensación de hastío y desesperación. Lo cierto es que ese halo estaba ahí por causas desconocidas, pero para qué buscar un problema donde lo que había era un vía de escape.

El descanso era total. Pero iba anexado a la extraña sensación de estar abandonando mis principios. Dar más valor a lo material y, sobre todo, lo temporal, en detrimento de las relaciones humanas que siempre habían significado tanto. La típica pereza de aquél que ni encuentra lo que busca, ni espera lo que encuentra.

El transcurso del tiempo no hacía sino acrecentar esta especie de cómoda agonía, vistiendo de soledad cada trago y de oportunidad cada conversación superflua. Llegados a este punto, creo que habría sido un error manifiesto dejarse llevar y hacer como que no estaba pasando nada. Pero, por otro lado, no creo que dependa únicamente de uno mismo, aunque pueda ser una postura demasiado cómoda.

Las horas se hacían más largas, los minutos más cortos. Nada tenía rumbo, y mientras, yo, inmerso en este atípico verano que parecía avanzar sin miedo. Tan atípico que me refugié en quien no debía; me acostumbré a arrojarme al vacío de unos brazos que nunca fueron más que eso. A tres tipos de miradas que me demostraron mucho más per se que cualquier palabra o acto posterior, hecho que evidenciaba mis ganas locas de cambiar mi tendencia. Pero no fueron más que ganas, doxa camuflada de sonrisas vacías y un puñado de canciones hechas a medida en el momento exacto. Tres decepciones que nunca debieron ser ni siquiera ilusión, aunque qué jodidamente bien sienta pensar que algo pueda llegar a ser extraordinario.

En esta vorágine de contradicciones sin explicación clara ni manifiesta, reapareció en escena una situación que no contemplaba, y como en un relato de Moccia y como si un foco teatral la iluminara, desbancó cualquier posibilidad de duda y arrasó con cada una de las subtramas que querían hacerse hueco en esta historia. Yo, en cambio, que siempre fui más de Bertolucci, me debatía con medio cuerpo dentro del agua entre su sonrisa y mis estanques, con la duda sempiterna de si esta vez serías capaz de apostar al rojo y hacer temblar los cimientos de tu encaminada vida. 

Lo estoy intentando. Estoy intentando camuflarme y ocultarme, escapar de todo el fango que rodea tus entrañas y respirar aire limpio a modo de morfina en vena. Sería demasiado egoísta intentar destrozar la malla metálica que, seguramente, con mucho esmero creaste, pero es que mi cerebro echa humo pensando en cómo sería burlar las normas no escritas de esta enorme jaula. Tal vez ese sea el principal escollo: el saber casi a ciencia cierta que, aunque se dieran los condicionantes, nada sería tan maravilloso como lo que hayamos haya podido soñar en algún momento.

Una de las peores sensaciones que he experimentado es no saber qué hacer ni cómo actuar, la angustia crónica del qué vendrá disfrazado de monstruo, la sombra perenne que se siente como en casa en cada habitación de tu mente, y abusa de su poder en forma de ansiedad desbaratando tus ideas o convicciones. Siempre fue mucho más débil de lo que pude pensar. Pero nunca supe verlo. Ni, probablemente, sabré del todo. Actualmente nos repartimos funciones, compartimos espacio y estamos aprendiendo a separar los cometidos de cada uno, aunque a veces pueda haber ciertos lapsus que atirantan nuestra complicada relación.

Podría seguir horas intentando buscar las inexistentes coordenadas del tesoro, pero creo firmemente que rozo lo aburrido, tal vez lo innecesario, y acabo de tomar la decisión de dejar de buscar auxilio en estas líneas. Y más sabiendo que, acto seguido, puedo dar rienda suelta a mis neuronas e imaginarme situaciones muy dispares. Imaginar es el mayor regalo, hagámoslo. El final nunca lo sabremos. Continuará.

(Así que tú, que estás leyendo esto, imagíname feliz, así será como un cuento, y espero que en alguna parte de tu subconsciente, aunque sea profundo, te hayas podido sentir identificado con alguna de estas tímidas y álgidas palabras y frases entrelazadas. Con todo el, creo, cariño.)